Nadie se ha parado a pensar en los
misterios que aguarda el vagón de un tren. En cada asiento una
persona y en cada persona un conjunto de sentimientos, lágrimas,
sonrisas... Cada corazón late a su tiempo y modo, puede que
algunos consigan coincidir en algún latido pero nunca lo hacen para siempre. Hay sonrisas esbozadas y escondidas. Y lágrimas,
aunque la contención de éstas resulte más complicado. En cada
persona hay una despedida. Amarga o
dulce, no cambia el significado y el dolor. de ésta. No importa que sea un
'Hasta pronto' o un 'Hasta siempre', la nostalgia; ese
trozo de corazón extirpado que sentimos es el mismo.
Nuestro destino está marcado en un trozo de papel rectangular que
expresa la hora de llegada pero nunca la de vuelta. Cabezas
balanceándose de izquierda a derecha debido al movimiento del tren,
pupilas clavándose en la vitrina de la locomotora, esa frágil lamina de cristal
que nos separa del exterior, que nos aísla, que nos envuelve y separa
a 200 kilómetros por hora de la estación de origen. El ruido del
tren se camufla bajo la música procedente de su mente, bajo los
anuncios de cada parada y bajo sus propios pensamientos. El destino,
la suerte, el amor... Son sentimientos indefinibles en continua huida de esa prisión de palabras que las obliga a ser algo que no
son. Irracionales, imprevisibles y completamente ilógicas. Tan
ilógicas como las despedidas. Como esas vidas que transcurren entre
ciudades, estaciones, maletas, trenes, trayectos de 14 horas de
duración y despedidas. Y por muy estúpido que suene, las despedidas también tienen despedidas. También se despiden. También ellas huyen de si mismas. De
los abrazos que provocan, de las manos alzadas, de los sueños rotos, de las alegrías, de las tristezas, de las ruedas girando y del doloroso y leve
cosquilleo que produce dos cuerpos separándose paulatinamente, como
si de una película a cámara lenta se tratara. Brazos deslizándose sobre otros y
cabellos desenrollándose de cuellos. Despedidas
rompiéndose, formándose, despidiéndose...