lunes, agosto 8

cuando no queda nada

Mis pupilas abandonaron su posición del monitor. Las luces se habían disparado y todos los ordenadores de la oficina se apagaron. Despegué mis glúteos del sillón y salí a la terraza a descansar. Allí, en lo más alto del edificio, todo parecía distinto. Las personas parecían diminutas hormigas que revoloteaban de un lado a otro, y los coches parecían de juguete, al igual que los arboles, lagos,­y demás. La ciudad entera parecía una maqueta, incluso yo mismo me sentía parte de ella, parte del juego. El sol acechaba fuerte, y fue precisamente una gota de sudor bajando por mi frente la que me advirtió que estaba despierto y que era hora de volver a la oficina, a ocupar la aburrida silla de todos los días, parte de la rutina. Sin embargo, cuando mi cuerpo iba a dar completamente la espalda a aquella maqueta que había estado contemplando, una nube de ceniza llamó mi atención. Se levantaba a lo lejos y daba la impresión de que se tragaba los edificios. Mientras, el agudo sonido de las sirena de los bomberos comenzaba a llegar a mis oídos. Me mantuve obsoleto contemplando la devastadora vista que me ofrecía la terraza, y que yo quería rechazar. Entonces, de repente, caí en la cuenta de que la nube se originó por la zona en la que se encontraba mi hogar, y dentro de él, ella. Me desplacé hasta el garaje y me monté en el coche. Semáforos en rojo, ancianos cruzando pasos de cebra, controles policiales, stops... Todo carecía de absoluta importancia cuando se trataba de ella, de su seguridad, de su vida. Al llegar, corrí precipitadamente y decidido al interior de lo que quedaba de las paredes y pilares que formaban nuestra humilde casa. Al hacerlo no pude más que gritar su nombre, silenciando la voz de los bomberos que habían intentado impedir mi entrada. Lo curioso era que nadie podía oírme, porque no eran mis labios quienes gritaban, si no mi corazón. Reconocí los objetos rotos del suelo, y cada pedazo de recuerdo que se había deteriorado por la explosión. A medida que avanzaba, se descubría ante mis ojos papeles, regalos, electrodomésticos, fotografías y ropa quemada que me iba acercando al lugar donde ella se encontraba. Paré. Y con mis piernas lo hizo mi voz, mi corazón y mi respiración. Todo se paró. La sangre dejó de circular por mis venas, mis ojos dejaron de parpadear, mis poros de vibrar... Todo cuanto me hacía seguir vivo sencillamente dejó de funcionar. Mi cuerpo cayó paulatinamente al suelo permaneciendo perdido entre los escombros, y mi mano examinaba la superficie del suelo para buscar el tacto de la suya. Quise gritar, gritar su nombre hasta extinguir el sonido de mis cuerdas vocales pero no pude. Las ennegrecidas paredes que habían sostenido durante muchos años nuestros recuerdos, se rindieron al calor amenazador de las llamas. El fuego destrozó la imagen de su sonrisa, las palabras de amor que me levantaban cada mañana de la cama, su hipnotizadora risa, la silueta de su desnuda espalda mientras se retocaba frente al espejo, el perfume del suave olor de sus rizos, el azúcar de sus lágrimas, el rojo de sus labios y el marrón de sus ojos. El fuego me la arrancó, de mis manos y de mi vida, y aunque quizás el incierto rumbo del destino haga que la olvide, jamás lo haré como se marchó.



Ahora, meses después, sentado de nuevo en la misma aburrida silla y mirando el mismo monitor me pregunto; ¿que sucede cuando no queda nada? La gente está acostumbrada a pensar que olvidar resulta fácil cuando no hay nada que te haga recordar, pero ellos no saben que el eco de su risa no permanece en ninguna fotografía, ni en ningún papel, que por mucho que quiera, sus labios humanos no han sido capaces de fundirse en los míos porque es químicamente imposible, y que sus miradas no se han clavado en mis pupilas, ni tampoco el tacto de su piel que es efímero. Todo eso queda aquí, en mi cerebro y más importante; en mi corazón. Por ese motivo, en ocasiones es mejor que quede todo y seas capaz de ver, palpar y sentir lo que echas de menos que que no quede nada y jamás vuelvas a experimentar lo que sentías cuando tenías su eco, sus labios, sus miradas y su piel. Es por eso que, cuando no queda nada, queda todo...