El movimiento de sus pies iba sincronizado con el ritmo. Se sentía bien a pesar de todo. Miraba a su alrededor y se contagiaba de todos aquellos rostros alegres que bailaban al compás de la música. Tan solo era una chica joven que se divertía, y tenía todo el derecho del mundo a hacerlo. Bailaba con la misma intensidad con la que sonreía. Abrazaba a su amiga y le susurraba al oído palabras sordas que se perdían por el camino debido al ruido. Aún así cantaba, y la miraba, y sonreían. Se había convertido en su salvavidas después de todo. Fue la mano que la levantó del suelo tres meses atrás, un tercer hombro en el cual apoyarse pero no llorar (estaba prohibido), una dosis de felicidad para mezclar entre tanta tristeza y al fin y al cabo, una amiga. Había sido eso, una amiga. Una que necesitó a cada segundo del día durante la primera semana, porque cualquier silencio era motivo para acordarse de él. Y ahora estaban allí arriba riéndose de lo tontas que habían sido y dándose cuenta del tiempo que habían malgastado derramando lágrimas por gente que no las merecían. Era momento de reír, disfrutar, saltar, gritar, cantar, bailar, y llorar, pero de felicidad. Así que continuaron con la diversión. Animaban a todos los allí presentes. Se acercaban tímidamente a la barra y bebían mediante pequeños sorbos todos sus problemas, que se esfumaban con chupitos de tequila. Jugaban a ser adultos, a controlar la situación, a desintoxicarse. Aunque lo cierto es que en el fondo sabían que era todo lo contrario. Todavía les faltaba mucho para llegar a ser consideradas adultas, la situación se escapaba por sus manos como el agua en un día de lluvia, y la desintoxicación es imposible si no hay nadie cuerdo a tú lado para recordarte que esto es la puta realidad, que perteneces al mundo real. Era como si un ciego guiara una manada de ciegos. Ambas lo eran. Y como ciega que era, frenó la aceleración de sus pulsaciones, e impidió que la música penetrara en sus oídos. Ya era tarde. El silencio ya había aparecido. Y al igual que en aquellos atribulados días de Agosto, el silencio era un motivo para acordarse de él... Bajó del escalón y fue directa a buscar a su amiga. La necesitaba. Necesitaba verla y acordarse de que día era, donde estaban y que hacían. Eran las cuatro de la madrugada, una noche cualquiera de Noviembre y habían salido de fiesta. ¿Enserio lo habían hecho? ¿Entonces, que hacía ella ahí sentada en un sillón blanco en el interior de la discoteca callada...? No quería bailar, ni cantar. Ni siquiera disfrutar. Por unos instantes había perdido todas las ganas de vivir. Se sentía inútil, una muñeca vieja y rota que se degradará con el paso del tiempo. Fueron tantos recuerdos los que se adueñaron de su mente en ese momento, que se sentía incapaz de continuar bailando. El alcohol en sus venas se evaporizó, y comenzaron a fluir sus recuerdos a través de ellas. Su sonrisa desvaneció y el corazón iba gradualmente acelerando su bombeo sin motivo. Eran simples recuerdos, nada más. Pero lo cierto es que aquellos simples recuerdos fueron capaces de extinguir cualquier gramo de felicidad, cualquier rastro de alegría, cualquier síntoma de bienestar en su cuerpo. Era como vivir muerta. No lo tenía a él. Ni a ella.
Así fue como terminó la noche... Salió corriendo de allí porque necesitaba más esconderse bajo sus sabanas que cualquier otra cosa. Fíjate si confiaba poco en su capacidad para no llorar que antes de hacerlo cogió el rollo de papel higiénico del aseo y se lo llevó hasta la cama. Y allí, bajo unas sabanas ajenas, a las cuatro y media de la madrugada de una noche cualquiera de Noviembre comenzó a arrancar pequeños trozos de papel para secar las lágrimas que perforaban su felicidad...
Ya ves, ni siquiera se libra de tú recuerdo estando de fiesta...