viernes, junio 27

Lección de vida


Odiaba aquel hospital. La consulta era tan fría, todo tan cuadriculado…Cada carpeta identificada con una letra del abecedario y ordenada por orden alfabético de la A a la Z en esas estanterías que nunca acababan; grandes carteles dibujados por los seres queridos pegados por cada una de las cuatro blanquecinas y al mismo tiempo extravagantes paredes de la habitación, que lo único que conseguían era hacerte sentir atrapada. Mi vista se quedó perdida en el escritorio de madera, que parecía guardar en sí años y años de historia, miles de encuentros desafortunados que se llevaron consigo la vida de muchas personas; y en aquella silla de piel viejísima, que se mantenía perfecta, casi o mejor que el primer día; y por ultimo: en él, la persona de bata blanca que con solo dos palabras se llevó mi felicidad de dieciséis años.

Era un día desesperante e interminable. Una manta negra cubría el cielo y los rayos del sol no alcanzaban la superficie de la Tierra. Con la lluvia se desvanecían los buenos pensamientos, la alegría ingenua que me albergaba los días antes de la noticia; las efímeras -pero jamás olvidadas- sonrisas con las que me acostaba cada noche cuando ella todavía estaba conmigo; la ilusión de dejar aquella pesadilla atrás, de cambiar de pagina, volver a los tiempos en que todo era sencillo, en que los problemas se deshacían con la misma facilidad con la que se formaban; la pasión con la que vivíamos cada pequeño pero importante detalle, todo…Todo parecía derrumbarse de la noche a la mañana, todo parecía desaparecer. Mi mundo se desmoronaba en cuestión de segundos, mi voz callada pedía ayuda. Me convertí en una simple persona desesperada corriendo por los recovecos de mi miedo, intentando evitar la realidad, llorando en cada esquina, escapando de la soledad. Dentro de mi cabeza inventaba falsos momentos de paz y tranquilidad que, en realidad, jamás llegaron a tranquilizarme. Intentaba reencontrar el camino que conducía hacia aquel tesoro perdido: la felicidad.


Y lo peor estaba por llegar. Recuerdo aquel día a la perfección: cada gesto, cada movimiento, cada lágrima derramada; cada persona que entraba y salía de aquella odiosa estancia, cada palabra que quise decir y no pude, cada recuerdo, cada segundo que la acercaba al fin. El fin. Dentro de mí todavía latía el sueño inalcanzable de volver a abrazarla y sentirla aquí cerca de mí, a dos centímetros de mi cuerpo y poder oír cómo se acompasaban el latir de nuestros corazones, aquella melodía tan perfecta. Escuchar su inquieta respiración.


Las horas y los minutos se prolongaban más de lo normal y aunque una parte de mí sabía que ella, aquella mujer tan valiente a la que yo siempre había admirado, había llegado al final de su camino, no quería creerlo; era como si una parte de mí no se resignara a dejar escapar ni una milésima de segundo, que para mi era mi vida entera.
Ella era el pilar que todo lo sostenía. Fuera donde fuera, estuviese donde estuviese, hiciese lo que hiciese, ella siempre estaba ahí. Era la primera en secarme mis lágrimas, la primera en agacharse en cada una de mis caídas para recordarme que nunca debía darme por vencida, que la victoria sabía a gloria; la primera en sacarme una sonrisa de oreja a oreja y la primera que siempre sabía afrontar sus errores. Y por eso también supo que esta vez no volvería, que aquello era el final y lo afrontó en todo momento con valor, sin perder la sonrisa. Todo la hacía diferente al resto de personas del mundo.

Y allí estaba aquel hombre siniestro de bata blanca que en unos meses le había dado un giro de 360º a mi vida. Su cara parecía reflejar la angustia que se había apoderado de la habitación y su mirada fría hablaba por sí sola. Sus labios no se atrevían a pronunciar las fatales palabras, ya que mi rostro desfigurado le suplicaba silencio. Yo sólo quería prolongar, aunque sólo fuese por una noche más, mi realidad perdida.

Ella ya no está. No están sus pasos en casa cuando llego del instituto, no está su voz en mi oído cuando voy a dormirme, no están sus caricias. No está.

Creo que hasta hoy jamás me había parado a pensar en todo lo que había perdido, quién era ella para mí y lo que significaba en mi vida. El extraño y triste vacío que ocupa su silla cada Navidad se extiende dentro de mi corazón, lo noto como una bruma gris muy espesa que no te deja vivir y te corta la respiración. Sin ella nada tiene sentido. Sin embargo, llega un momento en que debo entender que la vida no termina aquí y debo aceptarlo. Ella no está y no estará nunca. Y es algo que desde un principio debo asumir, debo aprender y recordar en todo momento: que, por mucho que mire hacia otro lado, engañándome a mí misma, intentando creer que no ha pasado nada y que todo sigue igual que hace un año, cuando su sonrisa perduraba incansable en el tiempo…No volveré a verla, tenerla, sentirla jamás. Hay que aprender a seguir siendo una familia aunque falte ella.