Odiaba aquel hospital. La consulta era
tan fría, todo tan cuadriculado…Cada carpeta identificada con una
letra del abecedario y ordenada por orden alfabético de la A a la Z
en esas estanterías que nunca acababan; grandes carteles dibujados
por los seres queridos pegados por cada una de las cuatro
blanquecinas y al mismo tiempo extravagantes paredes de la
habitación, que lo único que conseguían era hacerte sentir
atrapada. Mi vista se quedó perdida en el escritorio de madera, que
parecía guardar en sí años y años de historia, miles de
encuentros desafortunados que se llevaron consigo la vida de muchas
personas; y en aquella silla de piel viejísima, que se mantenía
perfecta, casi o mejor que el primer día; y por ultimo: en él, la
persona de bata blanca que con solo dos palabras se llevó mi
felicidad de dieciséis años.
Era un día desesperante e
interminable. Una manta negra cubría el cielo y los rayos del sol
no alcanzaban la superficie de la Tierra. Con la lluvia se
desvanecían los buenos pensamientos, la alegría ingenua que me
albergaba los días antes de la noticia; las efímeras -pero jamás
olvidadas- sonrisas con las que me acostaba cada noche cuando ella
todavía estaba conmigo; la ilusión de dejar aquella pesadilla
atrás, de cambiar de pagina, volver a los tiempos en que todo era
sencillo, en que los problemas se deshacían con la misma facilidad
con la que se formaban; la pasión con la que vivíamos cada pequeño
pero importante detalle, todo…Todo parecía derrumbarse de la noche
a la mañana, todo parecía desaparecer. Mi mundo se desmoronaba en
cuestión de segundos, mi voz callada pedía ayuda. Me convertí en
una simple persona desesperada corriendo por los recovecos de mi
miedo, intentando evitar la realidad, llorando en cada esquina,
escapando de la soledad. Dentro de mi cabeza inventaba falsos
momentos de paz y tranquilidad que, en realidad, jamás llegaron a
tranquilizarme. Intentaba reencontrar el camino que conducía hacia
aquel tesoro perdido: la felicidad.
Y lo peor estaba por llegar. Recuerdo
aquel día a la perfección: cada gesto, cada movimiento, cada
lágrima derramada; cada persona que entraba y salía de aquella
odiosa estancia, cada palabra que quise decir y no pude, cada
recuerdo, cada segundo que la acercaba al fin. El fin. Dentro de mí
todavía latía el sueño inalcanzable de volver a abrazarla y
sentirla aquí cerca de mí, a dos centímetros de mi cuerpo y poder
oír cómo se acompasaban el latir de nuestros corazones, aquella
melodía tan perfecta. Escuchar su inquieta respiración.
Las horas y los minutos se prolongaban
más de lo normal y aunque una parte de mí sabía que ella, aquella
mujer tan valiente a la que yo siempre había admirado, había
llegado al final de su camino, no quería creerlo; era como si una
parte de mí no se resignara a dejar escapar ni una milésima de
segundo, que para mi era mi vida entera.
Ella era el pilar que todo lo sostenía.
Fuera donde fuera, estuviese donde estuviese, hiciese lo que hiciese,
ella siempre estaba ahí. Era la primera en secarme mis lágrimas, la
primera en agacharse en cada una de mis caídas para recordarme que
nunca debía darme por vencida, que la victoria sabía a gloria; la
primera en sacarme una sonrisa de oreja a oreja y la primera que
siempre sabía afrontar sus errores. Y por eso también supo que esta
vez no volvería, que aquello era el final y lo afrontó en todo
momento con valor, sin perder la sonrisa. Todo la hacía diferente al
resto de personas del mundo.
Y allí estaba aquel hombre siniestro
de bata blanca que en unos meses le había dado un giro de 360º a mi
vida. Su cara parecía reflejar la angustia que se había apoderado
de la habitación y su mirada fría hablaba por sí sola. Sus labios
no se atrevían a pronunciar las fatales palabras, ya que mi rostro
desfigurado le suplicaba silencio. Yo sólo quería prolongar, aunque
sólo fuese por una noche más, mi realidad perdida.
Ella ya no está. No están sus pasos
en casa cuando llego del instituto, no está su voz en mi oído
cuando voy a dormirme, no están sus caricias. No está.
Creo que hasta hoy jamás me había
parado a pensar en todo lo que había perdido, quién era ella para
mí y lo que significaba en mi vida. El extraño y triste vacío que
ocupa su silla cada Navidad se extiende dentro de mi corazón, lo
noto como una bruma gris muy espesa que no te deja vivir y te corta
la respiración. Sin ella nada tiene sentido. Sin embargo, llega un
momento en que debo entender que la vida no termina aquí y debo
aceptarlo. Ella no está y no estará nunca. Y es algo que desde un
principio debo asumir, debo aprender y recordar en todo momento: que,
por mucho que mire hacia otro lado, engañándome a mí misma,
intentando creer que no ha pasado nada y que todo sigue igual que
hace un año, cuando su sonrisa perduraba incansable en el tiempo…No
volveré a verla, tenerla, sentirla jamás. Hay que aprender a seguir
siendo una familia aunque falte ella.